La reciente elección de ministros y magistrados del Poder Judicial en México marca un punto de inflexión en la historia constitucional del país. Bajo la bandera de la “democratización” impulsada por la Cuarta Transformación, lo que se ha consolidado, según las voces críticas más relevantes, es una estructura de poder que borra los límites entre los tres poderes del Estado y elimina cualquier resquicio de autonomía judicial.
La figura central que emerge de este proceso es Hugo Aguilar Ortiz, abogado mixteco y defensor de los derechos indígenas, quien lideró con más de 2.5 millones de votos y se perfila para presidir la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Su cercanía con el expresidente López Obrador es evidente: fue designado en 2018 como coordinador de derechos indígenas del Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas y encabezó consultas en proyectos emblemáticos como el Tren Maya y el AIFA. Su trayectoria revela una operación política construida a lo largo de varios años, ahora consolidada en su llegada al máximo tribunal.
Pero no es el único con vínculos estrechos con el oficialismo. De las cinco mujeres electas como ministras, tres son nombres ya conocidos por su cercanía ideológica y política con el obradorismo: Jazmín Esquivel, Loreto Ortiz y Lenia Batres. A ellas se suma María Estela Ríos, exconsejera jurídica del expresidente, y Sarirene Herrerías Guerra, fiscal especializada en derechos humanos, activa en la actual administración. Estos perfiles dibujan una Suprema Corte alineada, no con el derecho, sino con el proyecto político del partido en el poder.
Más allá de la Corte, el verdadero epicentro de control se encuentra en el Tribunal de Disciplina Judicial, descrito como una especie de “santa inquisición” que operará como el brazo punitivo del régimen. Cinco integrantes —Celia Maya, Verónica de Gyvés, Indira García, Bernardo Bautista y Rufino León— todos con trayectorias ligadas al obradorismo, conformarán este órgano con la facultad de sancionar jueces, magistrados y ministros. La advertencia es clara: quien no se alinee con el gobierno será removido.
La preocupación no radica únicamente en la filiación partidista de los nuevos integrantes del Poder Judicial, sino en la forma en la que se llevó a cabo el proceso electoral. Los llamados “acordeones del bienestar”, distribuidos por operadores de Morena incluso durante la veda electoral, se utilizaron como herramientas de inducción del voto. Todos los nombres que aparecieron en esas listas fueron los que finalmente ocuparon los cargos. La estructura del proceso deja poco espacio para hablar de autonomía o representatividad real.
Y los datos confirman la desconexión ciudadana. Aunque se celebró con el discurso de “elección popular”, la participación efectiva fue inferior al 10%. Cuatro veces más votos nulos y en blanco que votos válidos por el presidente de la Corte. A pesar de ello, el discurso oficial insiste en que “el pueblo decidió”.
Este escenario no es solo institucional. Es profundamente social. Lo que se juega es la capacidad del ciudadano común de encontrar en el Poder Judicial una instancia de defensa. La posibilidad de que un juez otorgue un amparo frente a una expropiación injusta, o que un magistrado frene una obra con impactos sociales adversos, parece cada vez más lejana. La advertencia se formula en términos simples: quien se atreva a proteger a un ciudadano frente al Estado, enfrentará la guillotina institucional.
La transformación del Poder Judicial en un apéndice del Ejecutivo cambia radicalmente las reglas del juego democrático. No se trata de tecnicismos jurídicos. Se trata de si aún existe, o no, un espacio para la justicia independiente en México. Y más aún: si los derechos de las y los ciudadanos seguirán contando con defensores imparciales o si, por el contrario, todo aquel que se oponga al régimen será silenciado.
La Corte ya no es un contrapeso. Es un eco. Y esa transformación tiene implicaciones directas para cada persona que habita este país. Lo que se configura, más que una nueva institucionalidad, es una narrativa donde la obediencia sustituye al derecho, y la legitimidad se mide en votos emitidos bajo presión.
Hoy, el reto no es jurídico, sino democrático. La pregunta de fondo no es si la elección judicial fue legal, sino si fue legítima. Porque cuando la ley se pone al servicio del poder, el derecho deja de ser un refugio. Y cuando la justicia ya no escucha, el silencio es más que ausencia: es complicidad.